(adj.) Que no puede faltar o dejar de ser.
28 de enero de 2015
26 de enero de 2015
21 de enero de 2015
Grito de guerra
¡Hola, aprendices!
Hoy os traigo una especie de ensayo que quiero dedicar a Marina, porque sabe hacerme reír y porque sabe hacerme pensar, algo que para mí no tiene
precio. Espero que lo disfrutéis y, como siempre, os espero en los
comentarios:
-Grito de guerra-
«Palabras, palabras, palabras»
Hamlet, W. Shakespeare
¿Sabes qué tienen en común cosa y te quiero?
Significan lo mismo: todo, y nada. Cosa es un ejemplo clásico
de lo que algunas gramáticas llaman palabras comodín. «Había muchas cosas en el desván». A mí me dicen eso y me asusto: ¿qué había allí, por Dios: herramientas, juguetes antiguos, cadáveres descuartizados en
tarros...? Pues estas, amigos, son las palabras
comodín.
Lo cierto es que son realmente cómodas. Solemos padecer de un
cierto grado de horror vacui y cuando nuestra verborrea se ve
frustrada por el desconocimiento de nuestra propia lengua recurrimos
a ellas pateando el trasero del vasto léxico español. ¿O es que
esta tarde no le contabas a tu amiga cómo el protagonista de la peli
le decía un poema a la chica para conquistarla? No se lo
decía: se lo recitaba.
De acuerdo, no somos diccionarios con patas y, según el registro de
la lengua que estemos empleando, el hecho de que alguien te haya
dicho un insulto en
vez de proferírtelo
tendrá más o menos importancia. Lo que sí me viene
preocupando últimamente es el atentado que estamos cometiendo contra
el te quiero: lo estamos convirtiendo en una palabra comodín
—ya, técnicamente no es una palabra; lo tengo en cuenta—.
Tenemos la mala costumbre de decirlo cuando no sabemos qué decir; porque “pega”, porque es
cómodo. ¿Cuántas sábanas retendrán aún el eco de un “te
quiero” falso? ¿No quedaba bien decirle “te quiero” después
de ese paseo por la playa? Pues no, no quedaba bien. A no ser que
sientas algo parecido a lo que cantaba Elton John en Your song y
que te vaya a durar más de unas dos semanas, créeme, puedes
ahorrártelo. Si lo sientes, bien. Si no lo sientes, también; pero
no caigamos en la hipocresía.
Más de una vez he tenido alguna crisis "artístico-lingüística":
¿qué valor tienen las palabras?, ¿de verdad importan?, ¿realmente
se puede cambiar algo con ellas? En un mundo en el que los mensajes
con más difusión están reducidos a 140 caracteres, faltas de ortografía incluidas, y en el que el adiós es la palabra inmediata al te quiero, no es descabellado plantearse estas
cuestiones.
No obstante, suelo llegar a la conclusión de que mientras haya un
solo loco que siga creyendo que sí, que las palabras aún pueden
mover montañas, habrá esperanza. Mientras una lágrima siga
escapándose por Helen Burns, habrá esperanza. Mientras un alma siga
conmoviéndose ante la parálisis de Didi y Gogo, habrá esperanza.
Con cada te quiero vacío que
pronunciamos le estamos arrancando su significado, su valor.
Empecemos por salvarlo a él. Mimémoslo porque está enfermo. Vamos
a devolverle su fuerza, y después sigamos con las demás
palabras. Aún hay esperanza. Esperanza de acudir en su ayuda,
esperanza de volver a creer en ellas, esperanza de salvar el valor de
tu propia palabra. Empecemos una revolución.
7 de enero de 2015
Fénix
¡Hola, aprendices!
¡Hoy arranca el 2015 a la luz del flexo! Espero que no hayáis
recibido mucho carbón y que este enero se porte bien con todos.
Desde luego, el año nuevo viene cargadito de retos, pero no hay nada
que la buena música, una taza de té y algo de literatura furtiva no
pueda arreglar.
Para la página de Mi cuaderno de hoy —como me temía— he tenido
que acudir al baúl de los recuerdos (¡uoh!) y rescatar uno de mis
relatos para publicar a tiempo. En este caso escribí el texto a partir de la foto. Es una buena manera de inspirarse para escribir. Espero que
os guste:
-Fénix-
“Habitación 609”: eso dice el epitafio de mi tumba. Me encuentro
en la 609 de un hostal, buhardilla. Hace un frío de cojones; no he
podido hacer nada con la puta gotera del baño, salvo colocar debajo
uno de los vasos de eso que he decidido tomar por whisky. Creo que
esta es mi tercera noche aquí, y digo noche porque durante el día
corro las cortinas e intento dormir.
Hoy hay una orgía en mi cama. El señor tequila, el señor vodka, tú
y yo nos lo estamos pasando de puta madre. Acabamos de despedirnos de
Hada, que tenía que trabajar y nos ha dejado sus polvos mágicos.
¿He dicho que tú estás aquí? Bueno, de alguna manera sí; tu
recuerdo es ahora mi fantasma. Además, esta noche tenemos un juego
muy divertido: se llama “bebe en línea”. Consiste en que cada
vez que te veo en línea y me ignoras, chupito, y el que se la pille
más gorda, gana. Se me da muy bien.
En realidad, a veces tengo un poco de miedo. No nos reconozco en el
espejo. A ti te busco y ya no te encuentro, y yo... Yo no soy eso que
me mira con ojos rotos y vacíos. Algunos arañazos se marcan en la
piel de ese cuerpo lánguido que veo enfrente: son el castigo de la
bestia que en ocasiones reclama tu olor. Mi lengua solo reconoce el
sabor de la botella de 4, mi olfato ha aprendido a ignorar los olores
mugrientos e inmorales del ambiente, y mis oídos se drogan con esa
canción. Mi piel siempre está fría. Tengo la sensación de que me
expulsaste del País de las Maravillas, y de que yo ya no sé volver.
Ahora solo puedo esperar a consumirme con las cenizas de mi cigarro.
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