21 de enero de 2015

Grito de guerra


¡Hola, aprendices!
Hoy os traigo una especie de ensayo que quiero dedicar a Marina, porque sabe hacerme reír y porque sabe hacerme pensar, algo que para mí no tiene precio. Espero que lo disfrutéis y, como siempre, os espero en los comentarios:

-Grito de guerra-

«Palabras, palabras, palabras»
Hamlet, W. Shakespeare

¿Sabes qué tienen en común cosa y te quiero? Significan lo mismo: todo, y nada. Cosa es un ejemplo clásico de lo que algunas gramáticas llaman palabras comodín«Había muchas cosas en el desván». A mí me dicen eso y me asusto: ¿qué había allí, por Dios: herramientas, juguetes antiguos, cadáveres descuartizados en tarros...? Pues estas, amigos, son las palabras comodín.
Lo cierto es que son realmente cómodas. Solemos padecer de un cierto grado de horror vacui y cuando nuestra verborrea se ve frustrada por el desconocimiento de nuestra propia lengua recurrimos a ellas pateando el trasero del vasto léxico español. ¿O es que esta tarde no le contabas a tu amiga cómo el protagonista de la peli le decía un poema a la chica para conquistarla? No se lo decía: se lo recitaba.
De acuerdo, no somos diccionarios con patas y, según el registro de la lengua que estemos empleando, el hecho de que alguien te haya dicho un insulto en vez de proferírtelo tendrá más o menos importancia. Lo que sí me viene preocupando últimamente es el atentado que estamos cometiendo contra el te quiero: lo estamos convirtiendo en una palabra comodín —ya, técnicamente no es una palabra; lo tengo en cuenta—.
Tenemos la mala costumbre de decirlo cuando no sabemos qué decir; porque “pega”, porque es cómodo. ¿Cuántas sábanas retendrán aún el eco de un “te quiero” falso? ¿No quedaba bien decirle “te quiero” después de ese paseo por la playa? Pues no, no quedaba bien. A no ser que sientas algo parecido a lo que cantaba Elton John en Your song y que te vaya a durar más de unas dos semanas, créeme, puedes ahorrártelo. Si lo sientes, bien. Si no lo sientes, también; pero no caigamos en la hipocresía.
Más de una vez he tenido alguna crisis "artístico-lingüística": ¿qué valor tienen las palabras?, ¿de verdad importan?, ¿realmente se puede cambiar algo con ellas? En un mundo en el que los mensajes con más difusión están reducidos a 140 caracteres, faltas de ortografía incluidas, y en el que el adiós es la palabra inmediata al te quierono es descabellado plantearse estas cuestiones.
No obstante, suelo llegar a la conclusión de que mientras haya un solo loco que siga creyendo que sí, que las palabras aún pueden mover montañas, habrá esperanza. Mientras una lágrima siga escapándose por Helen Burns, habrá esperanza. Mientras un alma siga conmoviéndose ante la parálisis de Didi y Gogo, habrá esperanza.
Con cada te quiero vacío que pronunciamos le estamos arrancando su significado, su valor. Empecemos por salvarlo a él. Mimémoslo porque está enfermo. Vamos a devolverle su fuerza, y después sigamos con las demás palabras. Aún hay esperanza. Esperanza de acudir en su ayuda, esperanza de volver a creer en ellas, esperanza de salvar el valor de tu propia palabra. Empecemos una revolución.


7 de enero de 2015

Fénix


 ¡Hola, aprendices!
¡Hoy arranca el 2015 a la luz del flexo! Espero que no hayáis recibido mucho carbón y que este enero se porte bien con todos. Desde luego, el año nuevo viene cargadito de retos, pero no hay nada que la buena música, una taza de té y algo de literatura furtiva no pueda arreglar.
Para la página de Mi cuaderno de hoy —como me temía— he tenido que acudir al baúl de los recuerdos (¡uoh!) y rescatar uno de mis relatos para publicar a tiempo. En este caso escribí el texto a partir de la foto. Es una buena manera de inspirarse para escribir. Espero que os guste:


-Fénix-

“Habitación 609”: eso dice el epitafio de mi tumba. Me encuentro en la 609 de un hostal, buhardilla. Hace un frío de cojones; no he podido hacer nada con la puta gotera del baño, salvo colocar debajo uno de los vasos de eso que he decidido tomar por whisky. Creo que esta es mi tercera noche aquí, y digo noche porque durante el día corro las cortinas e intento dormir.
Hoy hay una orgía en mi cama. El señor tequila, el señor vodka, tú y yo nos lo estamos pasando de puta madre. Acabamos de despedirnos de Hada, que tenía que trabajar y nos ha dejado sus polvos mágicos. ¿He dicho que tú estás aquí? Bueno, de alguna manera sí; tu recuerdo es ahora mi fantasma. Además, esta noche tenemos un juego muy divertido: se llama “bebe en línea”. Consiste en que cada vez que te veo en línea y me ignoras, chupito, y el que se la pille más gorda, gana. Se me da muy bien.
En realidad, a veces tengo un poco de miedo. No nos reconozco en el espejo. A ti te busco y ya no te encuentro, y yo... Yo no soy eso que me mira con ojos rotos y vacíos. Algunos arañazos se marcan en la piel de ese cuerpo lánguido que veo enfrente: son el castigo de la bestia que en ocasiones reclama tu olor. Mi lengua solo reconoce el sabor de la botella de 4, mi olfato ha aprendido a ignorar los olores mugrientos e inmorales del ambiente, y mis oídos se drogan con esa canción. Mi piel siempre está fría. Tengo la sensación de que me expulsaste del País de las Maravillas, y de que yo ya no sé volver. Ahora solo puedo esperar a consumirme con las cenizas de mi cigarro.