23 de julio de 2014

El viejo carpintero y la joven de ojos tristes (I)


¡Hola, aprendices!
Hoy os traigo un nuevo relato que he escrito recientemente. Por una parte ha sido una historia de esas que “se escriben solas” (de hecho, hacía tiempo que no escribía nada tan largo y, dado que es bastante extenso, lo publicaré en tres partes). Por otra, creo que peca de poca verosimilitud. Ya me contaréis vuestra opinión en los comentarios. Espero que os guste:

-El viejo carpintero y la joven de ojos tristes (I)-

«Vemos todo lo que miramos pero no miramos todo lo que vemos»
José G. Moreno de Alba

Desde que dejó el taller dos años atrás, su vida discurría por el tranquilo cauce de la costumbre. Nada ni nadie perturbaba al viejo Martín. Por la mañana desayunaba tostadas y café en “La colmena”, donde leía el periódico hasta el mediodía. Después se retiraba a casa, comía y se echaba la siesta hasta las seis. De seis y media a ocho había hecho suyo el banco de madera situado delante del pino de la plaza mayor, enfrente de la fuente, donde leía una de las muchas novelas que le había dejado su esposa, amada; era su manera de estar con ella. A las ocho volvía a casa, cenaba y se acostaba. El ritual se repetía una y otra vez con la precisión del mecanismo de un reloj, pero todo reloj se para en algún momento.
Un día Martín estaba inmerso en su lectura cuando, de repente, alguien se sentó a su lado. ¡Qué ultraje! ¿Es que no había más bancos en la plaza? Si había un momento sagrado para él durante toda su jornada era ese, y por primera vez en dos años lo habían interrumpido. Al girarse para averiguar quién —cojones— se había atrevido a molestarlo se encontró con los ojos tristes de una joven.
Su mirada vacía se perdía entre las palomas que revoloteaban a los pies de la fuente. Su postura era la de una persona abatida: sus extremidades, rendidas, se dejaban vencer por el peso de la gravedad sin ningún tipo de resistencia —las piernas estiradas una encima de la otra, los brazos sobre el regazo— y su torso encorvado parecía escurrirse desde el respaldo del banco. Reflejado en la joven de ojos tristes, Martín se vio a sí mismo muchos años atrás, cuando aún no había conocido a Eva, la que más tarde se convertiría en su esposa, amada.
La joven de ojos tristes se levantó y deambuló por la plaza, extrajo una cámara de su bandolera y sacó algunas fotos, pero lo que extrañó al hombre es que la joven de ojos tristes solo capturaba puertas en sus instantáneas. ¿Por qué lo haría? ¿Qué buscaba tras ellas: un nuevo comienzo, un viejo final quizás? A Martín le pareció que buscaba una salida, una escapatoria, porque él mismo la había buscado hacía ya tanto tiempo.
Continuará...

9 de julio de 2014

Con un par de cajones


¡Hola, aprendices!

Cumpliendo con el calendario estival de Mi cuaderno os traigo una nueva página. Esta vez he tratado de hacer una caricatura de mí misma con mucho humor, que hay que reírse de todo en esta vida, y más de uno mismo. Supongo que más de un( ) se sentirá algo identificad( ), sobre todo en época de exámenes; ya me contáis en los comentarios. Sin más, espero que os guste:



-Con un par de cajones-

«Tengo que poner orden en mi vida», piensa Alba mientras —no— disfruta de la panorámica de su... bueno, de donde duerme y estudia. Apenas puede distinguir un metro cuadrado de suelo porque los pantalones, calcetines, camisas y bragas se disputan cada área mínima aún por conquistar —los privilegios del picaporte y de la estantería les están reservados a los sujetadores, claro—. En la mesa ocurre un tanto de lo mismo, pero son en este caso los bolígrafos, lápices, folios y libros los que libran la épica batalla.
Alba se abre paso a través de la maleza textil y consigue llegar a la montaña de mantas y ropa —más ropa— que ocupa su cama. Quiere tumbarse, así que recurre a la ancestral técnica comúnmente conocida como “de la cama a la silla y de la silla a la cama”, en la que ha adquirido un grado de perfeccionamiento sumo a lo largo de los años.
Tumbada, empieza a analizar el problema. Es una cuestión compleja; ha intentado ponerle solución al asunto en más de una ocasión —el último intento, recuerda, fue hace dos meses—, pero, no sabe cómo, siempre fracasa. Sigue pensando. Sigue pensando. Sigue pensando. «¡Una cajonera!», piensa. Ya está, una cajonera. Eso es exactamente lo que necesita. No es que ella sea desordenada, es que le falta espacio para ser ordenada, así que inmediatamente se pone una camiseta limpia —cree—, unos pantalones, se calza sus zapatillas y baja a los chinos de su barrio.
En diez minutos ya ha llegado a casa con la solución a su problema y, sin dilación, se pone manos a la obra, y vaya obra. Se pasa toda la tarde moviendo cosas de aquí para allá: el pantalón azul al armario, el libro de literatura a la estantería, el portátil a su nueva cajonera, el chocolate a la cocina, la esponja al baño —¿la esponja?—...
Exhausta, aturdida y maloliente se apoya triunfante sobre una de las jambas de la puerta y, ahora sí, disfruta de la panorámica de lo que orgullosamente puede llamar “habitación”. Para celebrar el acontecimiento y estar en consonancia con el ambiente decide darse una merecida ducha. Coge algo de ropa limpia de su ordenado armario y pone rumbo al baño, habiendo tirado antes la camiseta sucia sobre el escritorio y los pantalones al lado de la cama.
La batalla ha comenzado, de nuevo.