¡Hola, aprendices!
¡Hoy empezamos el miércoles más que puntuales! Para el relato de esta semana tocaba ponerse ñoña con eso de San
Valentín. La verdad es que no es una celebración que me entusiasme,
pero tenía este relato pendiente desde hacía tiempo así que he
aprovechado la ocasión para escribirlo por fin.
Os recomiendo leer antes el poema Els amants, de Vicent Andrés
Estellés. Además de que creo que es un texto indispensable,
construyo gran parte del relato sobre ese poema, así que si lo leéis entenderéis
mejor las referencias que hago.
Me gustaría hacer un breve paréntesis y daros las gracias a quienes sigáis leyendo mis relatos, en especial a una aprendiz que hoy mismo me ha comentado que una de las razones por las que se ha animado a retomar el hábito de la lectura ha sido este blog. Me hace muy feliz ser una pequeña parte de algo tan grande como eso. Gracias a todos los que os reunís conmigo a la luz del flexo.
Sin más, os dejo disfrutar con mi poeta favorito, y espero que también un poquito con mi texto:
Me gustaría hacer un breve paréntesis y daros las gracias a quienes sigáis leyendo mis relatos, en especial a una aprendiz que hoy mismo me ha comentado que una de las razones por las que se ha animado a retomar el hábito de la lectura ha sido este blog. Me hace muy feliz ser una pequeña parte de algo tan grande como eso. Gracias a todos los que os reunís conmigo a la luz del flexo.
Sin más, os dejo disfrutar con mi poeta favorito, y espero que también un poquito con mi texto:
-Como Estellés-
Entró a la librería cavilando sobre sus personajes. Quería
terminar el borrador de la primera parte de su novela esa misma
noche y celebrarlo después con los versos de Estellés. Se dirigió
a la estantería de literatura valenciana y comenzó a buscar.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó una voz suave.
—Estoy buscando Llibre de les meravelles, de Vicent Andrés
Estellés.
—Ah, «no hi havia a València dos amants com nosaltres»,
¿verdad? —dijo sonriendo de soslayo mientras empezaba a buscar el
título.
No podía dejar de mirar a la librera que acababa de citar uno
de sus versos favoritos. Se fijó en cómo sus rizos caían sobre su
hombro izquierdo en una cascada azabache, en cómo fruncía sus
labios y entornaba los ojos tras las gafas concentrada en la
búsqueda. Sus ojos parecían estar hechos de tinta. El eco de la voz
del poeta llenaba su mente de versos, de besos i arraps per
terra. Ella daba vida al poema.
Cuando llegó a casa trató de trabajar en su novela, pero no podía
pensar más que en ella. Acudían a su mente las palabras del
valenciano en su boca, el recuerdo de su voz, de sus ojos, de la
caída de su pelo hacia sus caderas... Escribió toda la noche, pero
esa noche la escribió a ella.
Durante las dos semanas siguientes todo le recordaba a la librera. Su
mente reproducía el timbre de su voz mientras leía a Estellés, las
estanterías llenas de libros traían a su memoria su anatomía,
cuando encontraba un texto que le gustaba se preguntaba si ella
también lo habría leído y qué impresión tendría.
Un día buscó en Internet cualquier rastro que pudiera encontrar
sobre ella. Estaba decidida a averiguar su nombre. Pasó horas
tratando de encontrar alguna pista que pudiera llevarla hasta ese maldito
dato, pero fue inútil: no había nada. Volvió a entrar decaída en
la página de la librería y esta vez encontró algo que se le había
pasado por alto antes: el viernes había una sesión de micro abierto
para leer textos propios. ¡Ya está! Leería el texto que escribió
esa primera noche.
Cuando llegó el día se pasó la mañana tachando, reescribiendo y
volviendo a tachar. Andaba por su piso de un lado para otro repasando
el texto una y otra vez, no pudo ni comer. ¿Funcionaría, le
gustaría el texto? Se probó su falda favorita, después sus
pantalones rotos, primero pelo liso, luego se lo rizó... Cuando por
fin llegó la hora arrancó la hoja de su cuaderno, la metió en un
bolsillo, tomó una gran bocanada de aire y salió.
Habían colocado unas pocas sillas en el centro de la librería. El
ambiente era tranquilo y relajado, pero ella casi no podía respirar.
La hoja de papel le temblaba entre las manos cuando veía que la
librera se paraba a escuchar algunos de los textos que leían. Una de
las veces la había reconocido entre el público y la había saludado
desde lejos. Su turno era el siguiente. Cuando la llamaron y se puso
de pie le falló la vista por un momento y todo se volvió negro,
pero abrió los ojos, respiró hondo y caminó al frente. La buscó
entre la gente, la miró un instante a los ojos y de repente el mundo
no importaba, solo eran ellas, ellas y la literatura. Leyó:
«Como Estellés, yo no comprendo el amor de Bécquer.
Y como Estellés, tampoco comprendo el de Petrarca.
Comprendo el amor de un valenciano que no era amable, sino brusco y salvaje.
Comprendo que el amor, algunas veces, se hace
mejor en el suelo,
y que la mejor de las noches es la que te roba
el sueño.
Pero hoy no es el amor quien me quita el sueño porque no te tengo.
Ven conmigo. Citemos a Estellés esta noche».
Terminó y volvió a mirar a su librera. Ella bajó la mirada
escondiendo una sonrisa. Sonrió de vuelta y caminó hacia ella.
— ¿Cómo te llamas?
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