¡Hola,
aprendices!
Cumpliendo
con el calendario estival de Mi cuaderno os traigo una nueva página.
Esta vez he tratado de hacer una caricatura de mí misma con mucho
humor, que hay que reírse de todo en esta vida, y más de uno mismo.
Supongo que más de un( ) se sentirá algo identificad( ), sobre todo
en época de exámenes; ya me contáis en los comentarios. Sin más,
espero que os guste:
-Con un par de cajones-
«Tengo que poner orden en mi vida», piensa Alba mientras —no—
disfruta de la panorámica de su... bueno, de donde duerme y estudia.
Apenas puede distinguir un metro cuadrado de suelo porque los
pantalones, calcetines, camisas y bragas se disputan cada área
mínima aún por conquistar —los privilegios del picaporte y de la
estantería les están reservados a los sujetadores, claro—. En la
mesa ocurre un tanto de lo mismo, pero son en este caso los
bolígrafos, lápices, folios y libros los que libran la épica
batalla.
Alba se abre paso a través de la maleza textil y consigue llegar a
la montaña de mantas y ropa —más ropa— que ocupa su cama.
Quiere tumbarse, así que recurre a la ancestral técnica comúnmente
conocida como “de la cama a la silla y de la silla a la cama”, en
la que ha adquirido un grado de perfeccionamiento sumo a lo largo de
los años.
Tumbada, empieza a analizar el problema. Es una cuestión compleja;
ha intentado ponerle solución al asunto en más de una ocasión —el
último intento, recuerda, fue hace dos meses—, pero, no sabe cómo,
siempre fracasa. Sigue pensando. Sigue pensando. Sigue pensando.
«¡Una cajonera!», piensa. Ya está, una cajonera. Eso es
exactamente lo que necesita. No es que ella sea desordenada, es que
le falta espacio para ser ordenada, así que inmediatamente se pone
una camiseta limpia —cree—, unos pantalones, se calza sus
zapatillas y baja a los chinos de su barrio.
En diez minutos ya ha llegado a casa con la solución a su problema
y, sin dilación, se pone manos a la obra, y vaya obra. Se pasa toda
la tarde moviendo cosas de aquí para allá: el pantalón azul al
armario, el libro de literatura a la estantería, el portátil a su nueva cajonera, el chocolate a la
cocina, la esponja al baño —¿la esponja?—...
Exhausta, aturdida y maloliente se apoya triunfante sobre una de las
jambas de la puerta y, ahora sí, disfruta de la panorámica de lo
que orgullosamente puede llamar “habitación”. Para celebrar el
acontecimiento y estar en consonancia con el ambiente decide darse
una merecida ducha. Coge algo de ropa limpia de su ordenado armario y
pone rumbo al baño, habiendo tirado antes la camiseta sucia sobre el
escritorio y los pantalones al lado de la cama.
La batalla ha comenzado, de nuevo.
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