22 de agosto de 2014

El viejo carpintero y la joven de ojos tristes III


 ¡Hola, aprendices!
Disculpad, disculpad, disculpad el retraso, pero hoy POR FIN publico el desenlace de “El viejo carpintero y la joven de ojos tristes”. Esta es la parte en que creo que la verosimilitud flojea. Como excusa me refugio en que se trata de ficción, pero la verdad es que prefiero hacer relatos algo más verosímiles dentro de la ficción. Ya me contáis vuestra opinión en los comentarios. Aún así, me llevo algo muy positivo de esta última parte y es que tuve que hacer toda una investigación sobre vocabulario referente a las puertas; se aprende mucho escribiendo. Espero que lo disfrutéis:

-El viejo carpintero y la joven de ojos tristes III-

Al salir de su ensimismamiento y volver a ver a la joven de ojos tristes que capturaba puertas, Martín pensó que esa chica necesitaba aprender a mirar. Cuando Eva le enseñó a hacerlo, él no solo descubrió una flor y una sonrisa: Martín aprendió a reparar en las cosas bellas de su entorno, y desde entonces, nunca más necesitó una escapatoria porque siempre supo encontrar algo maravilloso a su alrededor.
Día tras día la joven de ojos tristes vagaba por el pueblo sin rumbo, con la vista perdida y deteniéndose para retratar los detalles de algunas puertas: los herrajes de esta, la cerradura de esa, el dintel de aquella... Y Martín se sentía inquieto. No quería inmiscuirse en la vida de aquella joven. ¿Qué derecho tenía? ¿Por qué iba a escuchar a un viejo que no tenía nada que ver con ella? Sin embargo algo le decía que debía ayudarla. Él sabía qué necesitaba y podía enseñárselo, pero ¿cómo hacerlo sin tomar contacto directo con ella? Martín encontró la respuesta durante la quinta noche de insomnio que había pasado desde que la vio por primera vez: una puerta.
Se levantó de la cama y trabajó durante toda la noche. Las manos del maestro acariciaban los nudos y las vetas disfrutando del reencuentro. Lijó, fresó y rebajó el tablero para crear la impresión de que la puerta estaba compuesta por cinco largueros. A golpe de formón y martillo astilló la madera y la cubrió después con betún de judea. Instaló el ojo de una cerradura e instaló encima un tirador de hierro sencillo que formaba un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Más tarde construyó la estructura del marco de la puerta, muy simple: un dintel y dos jambas de lo más sencillo que se erguían sobre una base con la ayuda de varias piezas que permitían su equilibrio. Por último, antes de unir la puerta al marco mediante las bisagras, grabó a fuego sobre el quicio las palabras «Mira lo que ves. Bienvenida a tu vida».
Con las primeras luces del alba transportó la estructura hasta la plaza, la colocó cerca de su banco y se marchó a casa a descansar. Sabía que la joven de ojos tristes no la vería hasta la tarde. A las siete llegaron ella y su mirada perdida, pero esta vez sus ojos, por primera vez en mucho tiempo, se fijaron atentamente en algo, perdiendo ese acostumbrado matiz de tristeza. La joven estudió la puerta, asombrada. ¿Quién la habría hecho, por qué? ¿Era para ella? Miró a su alrededor y no vio más que al viejo del banco y al camarero del bar recogiendo las mesas de la terraza. Martín disimuló con su novela mientras era observado y luego siguió contemplando la escena. La joven leyó el grabado y se atrevió a entornar la puerta. Cuando hubo visto que podía abrirse totalmente, respiró hondo y cruzó el umbral. Desde la distancia, Martín fue capaz de distinguir el destello amarillo que desprendieron los ojos marrones de la joven. Eva...

Fin

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