6 de agosto de 2014

El viejo carpintero y la joven de ojos tristes (II)


¡Hola, aprendices!
Hoy retomo el relato de “El viejo carpintero y la joven de ojos tristes”:

-El viejo carpintero y la joven de ojos tristes II-

Recordó en ese momento el día en que conoció a Eva. Se sentía ahogado y acorralado en el pueblo, presionado por su familia, perdido. ¿Realmente quería trabajar en el taller de su padre? Desde niño le habían enseñado los secretos de la carpintería, y en realidad le encantaba, pero, como a todo joven de veinte años, la perspectiva de tener toda su vida ya organizada le agobiaba. ¿En eso consistiría su vida? El mismo pueblo, el mismo oficio, la misma gente... ¿Y la aventura, y la libertad, la belleza, el amor? Decidió ir a la isla para despejar su mente, y allí la conoció.
Paseaba cabizbajo entre los matorrales del terreno isleño cuando escuchó aproximarse los pasos de un extraño. Al levantar la cabeza encontró los ojos marrones de una sirena. La joven le dijo “hola”, y con eso bastó. Charlaron durante horas —y podrían haberlo hecho durante semanas—: qué haces aquí solo, de dónde eres, por qué te agobia el pensar que vas a ser carpintero... La voz de Eva fluía, cautivaba y atrapaba a Martín, que en un par de horas se había abierto a una desconocida como nunca antes lo había hecho. De repente la joven se agachó y, señalando uno de los matorrales, dijo:
—¿Habías visto esta planta antes, cuando caminabas solo? Es mi flor favorita. La llaman escarcha, por las gotitas de agua. Lo que más me gusta de ella es que es tan pequeña y discreta que desde lejos casi nadie repara en ella, pero cuando te acercas es tan bonita... Hay que saber mirar bien para encontrarla; no basta solo con ver.
Efectivamente, mientras se inclinaba sobre la planta Martín no vio más que un matorral, pero conforme se acercaba empezó a distinguir las tonalidades purpúreas estivales de las hojas, los delicados capullos, alguna de las flores y, sobre todo, lo que hacía de esta una obra maestra de la Naturaleza: las pequeñas gotas de agua condensada que reposan sobre la pared vegetal. ¿Cómo no la había visto antes? Al levantar la vista para devolverle la sonrisa a su peculiar acompañante supo mirarla y descubrir los destellos amarillos que irradiaban sus ojos, su luminosa sonrisa y esas ojeras que a ella le parecían tan pronunciadas y que a él le parecían simplemente perfectas. En ese momento Martín entregó su corazón a la sirena que unos años más tarde se convertiría en su esposa, amada, y en la que encontraría más aventura, libertad, belleza y amor de lo que jamás hubiera podido soñar.


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